Maya, una niña de doce años, viajaba sola por primera vez. Su ropa estaba gastada, sus zapatillas rotas, y en sus brazos sostenía una pequeña mochila con dos libros, un teléfono averiado y una foto de su madre fallecida. Tenía un boleto donado por una organización benéfica para ayudarla a reunirse con su tía en Brooklyn tras la muerte de su madre.
En el avión, nadie parecía notar a Maya, excepto Víctor Hale, un multimillonario frío y despiadado. Durante el vuelo, Víctor se desplomó repentinamente: estaba sufriendo un infarto. El pánico se apoderó de la cabina, y los pasajeros quedaron paralizados.
Maya, recordando lo que había aprendido de su madre, que era enfermera, actuó sin pensarlo. Corrió hacia Víctor y comenzó a practicarle RCP.
—¡Acuéstelo! ¡Inclinen su cabeza hacia atrás! —gritó con voz firme.
Durante minutos interminables, realizó compresiones torácicas y respiraciones, hasta que finalmente Víctor volvió a respirar. Un suspiro colectivo recorrió el avión y los pasajeros estallaron en aplausos.
Al aterrizar, los paramédicos se llevaron a Víctor en una camilla. Antes de desaparecer entre la multitud, cruzó su mirada con la de Maya y le susurró algo que ella no alcanzó a oír por el ruido de los motores.

Los minutos parecían eternos. Entonces, de pronto, el pecho de Víctor se elevó y volvió a respirar. Un suspiro de alivio recorrió todo el avión, seguido de un estallido de aplausos. Maya, agotada y temblando, se dejó caer en su asiento. Los murmullos se extendieron: una niña acababa de salvar la vida de un multimillonario.
Al aterrizar en Nueva York, Víctor fue sacado en una camilla. Antes de desaparecer entre los paramédicos, sus miradas se cruzaron. Él le susurró algo, pero Maya no pudo escucharlo a causa del ruido.
Más tarde, una azafata se acercó a ella con un sobre en la mano.
—El señor Hale me pidió que te diera esto —dijo suavemente—. No pudo terminar de decir lo que quería.
Maya abrió el sobre con el corazón acelerado, conteniendo la respiración. Dentro había una nota escrita a mano:

Maya sintió que las lágrimas le brotaban, no por el dinero, sino porque, por primera vez, alguien había honrado verdaderamente a su madre.
Una semana después, ella y su tía llegaron a la torre de Víctor. Documentos sobre la mesa: una beca universitaria, un fondo fiduciario y un apartamento propio.
Víctor tomó su mano con firmeza:
—Nunca volverás a estar sola. Vive la vida que tu madre habría querido para ti.
Maya no pudo contener más las lágrimas y se quebró en sollozos.






