El pequeño elefante apenas había aprendido a sostenerse en pie y exploraba el mundo con entusiasmo. La manada avanzaba por su ruta habitual, de un abrevadero a otro, entre arbustos de acacia y hierba alta. Al frente iba una vieja hembra, la sabia matriarca, mientras la madre del elefantito se mantenía cerca del gran macho, acariciando de vez en cuando a su cría con la trompa.
Pero la curiosidad pudo más. Mientras los adultos arrancaban raíces y hojas, la cría se fijó en una mariposa de colores y, agitando las orejas con alegría, corrió tras ella. Jugó, lanzó terrones de hierba al aire, barritó feliz… y no se dio cuenta de lo lejos que había quedado del grupo.
Cuando por fin miró alrededor, solo la sabana infinita se extendía a su alrededor. El elefantito se detuvo, y un miedo helado le apretó el vientre. Fue entonces cuando los arbustos se agitaron… y aparecieron las hienas. Ocho adultas lo rodearon. Sus ojos brillaban amarillos, sus dientes destellaban con la anticipación de una presa fácil.

El elefantito abrió bien sus orejas y barritó con todas sus fuerzas, intentando espantar a los depredadores. Pero las hienas solo se acercaron más. Una de ellas se lanzó hacia adelante y le arañó el costado con sus garras. El pequeño chilló y llamó desesperadamente a su madre.
La manada escuchó su grito, y la enorme hembra emprendió una carrera furiosa hacia él. Pero la distancia era demasiado grande: jamás llegaría a tiempo.
De repente, el suelo comenzó a temblar bajo pasos aún más pesados. Desde detrás de una colina apareció una figura que las hienas jamás habrían esperado ver. Era un viejo rinoceronte —enorme e imponente—. Su piel estaba cubierta de cicatrices, y su cuerno brillaba como una lanza afilada.

El rinoceronte irrumpió directamente en el círculo, dispersando a las hienas como si fueran muñecos de trapo. El gigante enfurecido estampó su pata, y una de las hienas salió volando. Las demás, percibiendo el peligro, comenzaron a retroceder y finalmente huyeron aullando hacia la distancia.
El elefantito temblaba, pero el rinoceronte bajó la cabeza con suavidad, como para comprobar que el pequeño no estuviera herido. Un momento después, la madre llegó a su cría, envolviéndola con su trompa y barritando de alegría.
Agradecida, extendió su trompa hacia el rinoceronte, pero él solo resopló y desapareció de nuevo entre los arbustos —como un guardián invisible de la sabana.
Desde aquel día, la manada llevó consigo una leyenda: a veces, el destino envía ayuda justo cuando menos la esperas.






