Últimamente, los jóvenes padres habían comenzado a notar un comportamiento extraño en su hijo mayor.
Cada mañana, exactamente a las seis, él se despertaba solo —sin despertador, sin recordatorios—. El niño se levantaba en silencio, se vestía y se dirigía con cuidado a la habitación donde dormía su hermanito de un año. Con una delicadeza increíble, como si temiera despertar a toda la casa, lo sacaba de la cuna y lo llevaba a su propio cuarto.
Al principio, la madre sonreía al verlo. Pensaba: “Quizá extraña tanto a su hermanito que quiere pasar más tiempo con él”. Pero lo extraño era que esto ocurría todas las mañanas, a la misma hora, con una precisión que parecía un ritual secreto.
Pasó una semana. La madre empezó a preguntarse si había algo más detrás de aquello. Se puso inquieta. ¿Por qué exactamente a las seis de la mañana? ¿Por qué su hijo no faltaba ni un solo día?
Un día, decidió seguirlo. Se levantó temprano, fingió dormir y observó. Exactamente a las 6:00, el hijo mayor, como de costumbre, entró en la habitación, se acercó a la cuna de su hermano y, con un cuidado adulto, casi paternal, lo sostuvo entre sus brazos. En ese momento, la madre no pudo contenerse más y le habló:
— Hijo, ¿por qué haces esto?

— Mamá… Hace poco hablaste con la abuela. Yo lo escuché todo. Te quejabas de que era difícil, de que el hermanito no te dejaba dormir todas las noches… Y luego te oí decir que querías llevarnos a un orfanato para poder descansar un poco.
El corazón de la mujer se encogió dolorosamente.
— Hijo… ¿qué dices?, solo estaba bromeando —su voz temblaba con lágrimas.
El niño negó con la cabeza y apretó aún más fuerte a su hermanito:

— Solo quería que descansaras. Para que el hermanito no te molestara en las mañanas. Por eso me lo llevaba a mi cuarto. Por favor, no nos lleves a un orfanato…
La madre sintió que el aliento se le cortaba de culpa y amargura. Cayó de rodillas, abrazó a sus dos hijos a la vez y repitió con voz temblorosa:
— Perdóname, perdóname, mi amor… Nunca, nunca los voy a entregar.
En ese instante comprendió que los niños escuchan y sienten mucho más de lo que los adultos imaginan. Y que, a veces, una palabra dicha sin cuidado puede sembrar para siempre en el corazón de un niño el miedo de perder lo más valioso.