Las puertas del hospital se abrieron de golpe, y un niño delgado, con ropa andrajosa, entró — completamente solo. Con una mano sobre el estómago, gemía de dolor. Pero cuando los médicos lo examinaron, quedaron horrorizados por lo que encontraron dentro…
Tarde aquella noche, las puertas de urgencias se abrieron de nuevo, y un pequeño de unos nueve años entró. Estaba solo, vestido con ropa vieja y demasiado grande para él. Su rostro estaba pálido, los labios le temblaban, y sus manos se aferraban con fuerza al abdomen.
— Me… duele el estómago… mucho… — susurró débilmente.
La enfermera se quedó paralizada: el niño había llegado sin ningún adulto. Llamaron de inmediato al médico de guardia, y el pequeño fue llevado a la sala de exámenes.
— ¿Cómo te llamas? ¿Dónde están tus padres? ¿Te caíste? ¿Te lastimaste? — preguntó el doctor.
Pero el niño solo negó con la cabeza y repitió:
— Me duele… el estómago…
Ni una palabra sobre su familia, ni una pista de dónde había venido. Parecía aterrorizado.
Los médicos decidieron hacerle una radiografía. Cuando las primeras imágenes aparecieron en la pantalla, toda la sala quedó en silencio. Nadie podía creer lo que estaba viendo: lo que se escondía dentro del vientre del niño era mucho más aterrador de lo que cualquiera podía imaginar…

En la pantalla de la radiografía, se podían ver claramente monedas, botones y pequeños objetos metálicos. Nadie había esperado una imagen así.
El médico, esforzándose por mantener la calma, ordenó que el niño fuera preparado para una cirugía de emergencia. Mientras el equipo quirúrgico se apresuraba a ponerse mascarillas y guantes, la enfermera permaneció a su lado, susurrándole palabras de consuelo.
Con cada objeto que retiraban, la tensión en la sala de operaciones aumentaba. Los médicos apenas podían creer que el niño se hubiera hecho eso a sí mismo. El dolor y la soledad se reflejaban en cada uno de sus movimientos.

Cuando el niño despertó después de la operación, la misma enfermera estaba sentada junto a su cama. Su voz suave finalmente logró que él hablara:
— Me llamo Tommy…
— Tommy… qué bonito nombre. ¿Tienes a alguien a quien podamos llamar? — preguntó ella con delicadeza.
Un largo silencio, y luego un susurro:
— A nadie…
Esas palabras golpearon más fuerte que cualquier diagnóstico.
Cuando Tommy por fin reunió el valor para hablar, la verdad resultó aún más desgarradora. Admitió que realmente no tenía a nadie. Vivía en la calle, dormía donde podía y ganaba unas pocas monedas limpiando parabrisas en los semáforos.

Pero la mayoría del tiempo, los niños más grandes de la calle le quitaban todo. Así que Tommy ideó una medida desesperada para proteger su dinero: se tragaba las monedas, con la esperanza de esconderlas dentro de sí mismo.
Los médicos escuchaban, con la garganta apretada por la emoción. Un niño de nueve años, solo frente al hambre y la crueldad del mundo. Su acto no era locura: era un grito de ayuda.
Ahora los médicos y los trabajadores sociales lo entendían: no podían enviar a Tommy de regreso a las frías calles. Merecía no solo atención médica, sino una nueva vida — un lugar donde nunca más tuviera que tragarse monedas para proteger su pequeño pedazo de “felicidad”.






