La noche estaba inquietantemente tranquila, interrumpida solo por el zumbido lejano de los autos. Laura Mitchell, temblando, estaba acurrucada en el sofá, con una taza de té enfriándose entre sus manos. Daniel, su esposo, debía haber llegado a casa hacía siete horas. A medianoche, después de diez llamadas sin respuesta, comenzó a sentir una pesada presión. El silencio se asentó, espeso, como una carga que ya no podía soportar.
El impacto hizo que la taza se le resbalara de las manos, estrellándose contra el suelo. La confusión se derramó dentro de ella como una ola devastadora.
Pronto, la casa se llenó de visitas, condolencias, susurros de compasión, pero el dolor permanecía, frío y vacío.
Llegó el día del funeral, un día oscuro en el que todo parecía congelado en el luto. La casa estaba llena de rostros tristes, murmullos y pésames, pero Laura se mantenía tranquila, demasiado tranquila.
El ataúd de Daniel descansaba en el centro de la sala, rodeado de flores y miradas de admiración. Pero en su corazón se estaba formando un plan, frío y calculado.
Cuando se acercó a derramar las últimas lágrimas, Laura no llevó solo lágrimas. No, llevaba un balde de agua helada que había preparado en secreto.
Mientras revisaba los papeles de Daniel para finalizar el seguro, Laura encontró un recibo deslizado en una carpeta.
La fecha: dos días después de su supuesta desaparición. El nombre: firmado con la inconfundible letra de Daniel — en un motel de Nueva Jersey.
Su corazón latía con fuerza. Se hundió aún más en su investigación. Los extractos bancarios revelaban retiros sospechosos. Un vecino mencionó haber visto su coche estacionado cerca de un área de descanso, lejos del supuesto accidente. Poco a poco, un cruel rompecabezas iba tomando forma: Daniel no estaba muerto. Él había orquestado todo el engaño.
El día del funeral llegó, un día sombrío en el que todo parecía detenido por el dolor. La casa estaba llena de rostros tristes, susurros y condolencias, pero Laura permanecía serena, demasiado serena.

El ataúd de Daniel descansaba en el centro de la sala, rodeado de flores y miradas de admiración. Pero en el corazón de Laura se estaba gestando un plan, frío y preciso.
Cuando se acercó a derramar las últimas lágrimas, Laura no llevó solo lágrimas. No, llevaba un balde de agua helada que había preparado cuidadosamente en secreto.
Sin advertir a nadie, se arrodilló junto al ataúd y, con una mirada decidida, vertió el contenido del balde sobre el rostro de Daniel.
El agua corrió por su frente, empapando sus facciones, y entonces un escalofrío recorrió el aire. Con un movimiento brutal, Daniel abrió los ojos de repente, como un hombre que regresa a la vida. El impacto reverberó en toda la sala. Los familiares, atónitos, retrocedieron, sin saber ya si lo que veían era real.
Daniel, completamente confundido, miró a su alrededor con los ojos muy abiertos. Lentamente se incorporó, sin llevar ya la máscara de la muerte. Estaba muy vivo, frente a una multitud conmocionada.






