Regresando del trabajo, me apresuraba a casa — ya pensaba en una ducha caliente y la cena. Al cruzar la calle, con el rabillo del ojo, noté un movimiento cerca de la rejilla del desagüe.
Me detuve — y me quedé paralizada. De un agujero oscuro asomaba un diminuto gatito, sujetándose con sus patitas al borde, como si suplicara ayuda. Sus ojos brillaban, llenos de miedo y esperanza.
Me lancé hacia él, extendí la mano con cuidado — pero en ese momento, el gatito se escabulló de nuevo en la oscuridad.
Pensé que se había asustado. Pero cuando volvió a aparecer entre los barrotes oxidados, su mirada era diferente — insistente, casi consciente.
Intenté de nuevo — la misma historia. Lo llamé otra vez — y de repente entendí: no me estaba pidiendo que lo sacara de allí. Me estaba llamando allí dentro.
Regalos románticos

Un instante de silencio — y comprendí: este pequeño no estaba solo.
Tragando saliva, levanté la vista hacia la oscuridad y comencé a observar. En el fondo, donde la luz apenas llegaba, algo se movió — al principio parecía un juego de sombras, pero luego los contornos tomaron forma.
Era ella — la gata. La madre. Su cuerpo estaba contraído, el pelaje sucio y enmarañado, una pata doblada de manera antinatural; su respiración — rara y pesada.

Junto a ella se acurrucaba una pequeña bolita — el gatito: ojos bien abiertos, temblando, pero sin alejarse ni un paso.
Camas para gatos
Su maullido era fino e insistente, y no había solo tristeza — había una súplica: «salva no solo a mí… salva también a mamá».

Sentí algo apretarse dentro de mí — impotencia, pero también determinación.
No era solo un transeúnte o un animal abandonado; era un llamado al que no podía permanecer indiferente.






