—Estás a salvo, chica. Estás en mi casa. El bebé. ¿el bebé sigue ahí dentro?

Vasily Stepanovich entró en su pequeña casa con el viento aullando a su espalda. El frío parecía penetrar hasta los huesos, pero al menos ella estaba a salvo, al resguardo de las cuatro paredes que le ofrecían un refugio improvisado. Con una respiración pesada, la colocó suavemente sobre el sofá que había sido de su esposa, cubriéndola con una manta gruesa y observando sus respiraciones entrecortadas. La joven estaba pálida, casi traslúcida, como si el viento hubiera absorbido toda su vitalidad.

Un dolor profundo en su pecho le recorrió mientras miraba su rostro. Esa expresión de desesperación y sufrimiento le traía recuerdos agridulces de los días en que tuvo que atender emergencias, de la vida que salvó y de la que perdió. Pero ahora, aquella joven, con su vida y la de su bebé en juego, estaba allí gracias a él. Sentía que, en ese momento, la nieve que azotaba su mundo exterior también se llevaba sus últimos recuerdos de dolor, dejándolo con la sensación de que su vida aún podía significar algo.

La tormenta seguía rugiendo, pero dentro de la casa había silencio. Solo el sonido débil de la joven respirando de forma errática rompía la quietud. Vasily se acercó a ella, cogió su muñeca, palpó su pulso, que era débil pero constante. Con manos firmes pero temblorosas, comenzó a calentar agua en su pequeño fogón de leña, esperando que el calor la despertara, aunque su instinto le decía que debía apresurarse.

Pasaron las horas y, mientras el viento seguía golpeando las ventanas con fuerza, la joven finalmente despertó. Abrió los ojos lentamente, sorprendida de estar viva, pero la confusión llenaba su rostro.

—¿Dónde… dónde estoy? —susurró con voz quebrada, mirando a su alrededor.

Vasily se acercó, dándole un suave toque en la mano.

—Estás a salvo, chica. Estás en mi casa. El bebé… ¿el bebé sigue ahí dentro?

Ella asintió con dificultad, pero las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas, mezcladas con el frío sudor que perlaba su frente.

—Ayúdame… —susurró, su voz débil como si no tuviera fuerzas ni para pedir ayuda. —No sé… si voy a poder…

El anciano, sin decir una palabra, se levantó rápidamente y fue a buscar lo que necesitaba. No era un médico, ni un experto en partos, pero a lo largo de su vida, había aprendido a improvisar y a hacer lo que fuera necesario. Regresó con una manta adicional, una toalla limpia y todo lo que podía usar de manera improvisada.

Mientras trataba de calmarla, le pidió que respirara profundamente, y lo hizo de la forma más tranquila posible, como si cada palabra de él fuera un alivio para su cuerpo roto por el sufrimiento. Con una habilidad que le sorprendió incluso a él mismo, Vasily ayudó a la joven a ponerse en una posición cómoda, mientras mantenía la calma con cada paso que tomaba.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, un llanto débil se oyó en la habitación, seguido por un suspiro de alivio de la joven.

—Es un niño… —dijo Vasily, mirando al pequeño bebé con ojos sorprendidos, mientras el llanto se hacía más fuerte.

La joven, exhausta pero sonriendo débilmente, miró a Vasily con gratitud, y él, con los ojos vidriosos, apenas pudo hablar. Ella había sido una extraña, una sombra arrastrada por la tormenta, pero en ese momento, le había dado algo que no podía describir: un propósito, una razón para seguir adelante.

Vasily le entregó al bebé envuelto en la manta, lo acercó a ella, mientras el viento aullaba afuera. El niño, a pesar del frío, parecía tranquilo, como si el calor humano que ambos compartían fuera suficiente para calmarlo.

—Gracias… —dijo ella, con la voz temblorosa. —Nunca… nunca pensé que alguien tan mayor pudiera salvarme.

Vasily sonrió, una sonrisa pequeña pero sincera.

—No es la edad lo que importa… Es lo que uno tiene dentro. Y a veces, incluso la nieve puede traer lo que más necesitas.

Los días siguientes pasaron lentamente, pero la casa de Vasily Stepanovich nunca volvió a sentirse vacía. La joven, que se llamaba Ana, y su bebé, llamado Alexei, se quedaron allí durante el invierno. El anciano encontró una nueva razón para levantarse por las mañanas, para cuidar de ellos, para enseñar a Ana cómo ser madre en su primer intento, y cómo esperar la primavera mientras veía la nieve derretirse lentamente.

A veces, el destino tiene formas extrañas de devolvernos la vida, de darnos una razón para seguir cuando creemos que todo se ha ido. La nieve había llevado consigo los últimos vestigios de soledad y, en su lugar, había dejado un futuro, una familia renovada por el amor y la gratitud

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—Estás a salvo, chica. Estás en mi casa. El bebé. ¿el bebé sigue ahí dentro?
Igor no pensó mucho. Ni siquiera sabía por qué pronunció esas palabras que parecían imposibles