Estaba patrullando de noche cuando, de repente, por la radio sonó una llamada: habían reportado ruidos extraños en una casa abandonada…

No debía ir allí, ese sector no formaba parte de mi ruta, pero el corazón se me apretó por una sensación inexplicable.

La casa estaba oscura y sin vida, pero al cruzar el umbral, se oyó un golpe sordo y débil desde el sótano. Quité la cadena de la puerta y bajé.

En la penumbra, la linterna iluminó la silueta de un niño. No lloraba, solo temblaba, como suspendido entre el miedo y la esperanza.

Lo tomé en brazos y lo llevé al hospital. Allí todo se puso en marcha de inmediato: médicos, enfermeras, policías. Nadie podía creer que alguien fuera capaz de tal crueldad. Todos se angustiaban con una sola pregunta: ¿quién había encerrado al niño en el sótano y cuánto tiempo había estado allí?

Cuando su estado se estabilizó, seguía en silencio. Al día siguiente volví, me presenté y me senté a su lado. Me miró y susurró suavemente: «Hola».

Le dije que estaba a salvo y que podía contar lo que le había sucedido. Su rostro palideció, su mirada se apagó.

Hablaba en voz baja, como si tuviera miedo de que las paredes lo escucharan. Sus manos temblaban, sus ojos se movían, su respiración era entrecortada. Me senté junto a él, sintiendo cómo crecía en mí una ira helada.

Contó que el hombre que lo había encerrado venía varias veces. Lo llamaba simplemente «tío». A veces aparecían otros niños en la casa. A algunos se los llevaban por la noche, a otros no los volvía a ver. Todo esto continuó durante semanas.

Los expertos encontraron en el sótano objetos de niños. En la computadora vieja — decenas de archivos con listas, fechas y breves descripciones. Cada línea — un nombre de niño.

En las noticias lo llamaron «el caso de la casa negra». La ciudad estaba en shock. Nadie podía creer que todo esto ocurriera a solo unos kilómetros de la carretera que recorríamos todos los días.

Más tarde también encontramos a él — el que el niño llamaba «tío». Intentó escapar por la frontera, pero fue detenido. En el interrogatorio casi no dijo nada. Solo sonrió y preguntó:
— ¿Creen que estaba solo?

Los investigadores descubrieron que estaba involucrado en el tráfico de niños. La red se extendía mucho más allá del país, y la casa junto a la carretera era solo uno de los puntos.

Cuando me enteré, regresé al hospital. En la habitación ya no estaba solo — sus padres estaban sentados a su lado, pálidos, agotados, pero con los ojos en los que la luz había regresado.

El niño miraba en silencio por la ventana, sosteniendo la mano de su madre. Me acerqué, me detuve en la puerta, luego di un paso adelante.
— Se acabó, — dije en voz baja. — Ahora estás en casa. Eres libre.