— Entonces esperaré — contesté con una voz fría, como si estuviera fuera de mí.

Hace un año, mi madre se fue. Tenía solo 18 años cuando me dejó. En sus últimos días, me pidió algo que nunca imaginé que tendría que cumplir: no desalojar a su ex, Rick, sino darle tiempo para que se recuperara. Aunque ya no estaban juntos, mi madre decía que él había estado allí para ayudarnos, y su presencia era la única compañía que nos quedaba. Así que, por respeto a su último deseo, acepté. Le di un lugar en la casa y, aunque me costaba, traté de ser paciente.

Hoy, regresé a casa después de un mes de clases preparatorias para la universidad. Estaba agotada, emocionada por volver a mi hogar, pero al abrir la puerta, algo me hizo detenerme. Había maletas junto a la entrada. Al principio, pensé que era una confusión, tal vez una visita de algún amigo o familiar. Pero entonces, vi que todas mis cosas estaban empacadas.

El corazón me latió con fuerza. Caminé hacia la sala, donde me encontré con una imagen que me heló la sangre. Ella estaba allí, tirada en el sofá, usando la bata de mi madre. Me miró con una sonrisa de suficiencia, como si me estuviera juzgando.

— Oh, tú debes ser la niña que Rick dejó atrás — dijo, y su tono era de burla. — ¡BASTA! ¡ES HORA DE QUE MADURES Y TE VAYAS! Un abogado llegará en una hora para explicártelo todo.

Mi mente explotó en mil pensamientos, pero mantuve la calma. Sabía que si me dejaba llevar por la rabia, perdería. Apreté los puños, pero no respondí.

— Entonces esperaré — contesté con una voz fría, como si estuviera fuera de mí.

Pasaron los minutos, pero la mujer no dejaba de lanzar pullas. Se burlaba de mi falta de dinero, de mis estudios, de mi “miserable” existencia. Pero yo me quedé allí, observando en silencio, esperando que el abogado llegara.

Finalmente, la puerta sonó. El abogado entró, con su porte serio y su maletín. La mujer, tan segura de sí misma, lo recibió con una sonrisa arrogante. Ella pensaba que ya había ganado, que mi presencia no era más que un estorbo, que no tenía nada que hacer frente a la riqueza de su mundo.

Pero el abogado no le dijo lo que esperaba.

— Buenas tardes — dijo, extendiendo una hoja de papel hacia ella —. Estos documentos están firmados y sellados. La propiedad de esta casa sigue siendo de esta joven, tal como está estipulado en el testamento de su madre. No tiene derecho a desalojarla.

La mujer se quedó sin palabras. Su rostro pasó de la arrogancia al pánico absoluto, y su sonrisa se desvaneció. El abogado le explicó pacientemente que no podía hacer nada para sacarme de mi casa. Todo lo que pensaba que había ganado, se desmoronó ante sus ojos.

Fue entonces cuando la vi realmente: ya no era la mujer fuerte y arrogante que había entrado con confianza. Ahora estaba perdida, buscando alguna salida, cualquier excusa. Mientras la veía, sentí una satisfacción inexplicable. No solo había defendido mi hogar, sino que también había cumplido el último deseo de mi madre: mantenerme firme y no dejar que nadie me pisoteara.

— ¿Sabes? — le dije, mirándola fijamente mientras tomaba un profundo respiro —. Tal vez sea hora de que madures tú también.

La mujer recogió sus cosas y se marchó sin decir una palabra. Rick, que había estado observando todo en silencio, no intervino. Cuando se fue, me sentí como si finalmente estuviera tomando el control de mi vida. Había defendido lo que me correspondía, no solo por mí misma, sino también por mi madre.