El zorro guió a los cazadores hasta un pozo profundo en medio de un campo vasto y vacío: lo que los guardias vieron cuando miraron dentro los dejó en shock.

Dos cazadores experimentados caminaban lentamente por el bosque invernal, cuidando cada paso para que la nieve no crujiera bajo sus botas.

El día había sido un fracaso: casi no había huellas, ni rastro de presa alguna. Cansados y frustrados, estaban a punto de regresar a su coche cuando una sombra roja se deslizó repentinamente frente a ellos.

— ¡Un zorro! — gritó uno de ellos, alzando el rifle.
El disparo resonó por todo el bosque, pero falló. El zorro se desvió hacia un lado, y los cazadores, olvidándose de todo lo demás, corrieron tras él.

Después de unos minutos siguiendo sus huellas, se dieron cuenta de que el bosque había terminado. Frente a ellos se extendía un vasto campo blanco.
Y justo en el centro se abría un pozo profundo, como una boca negra.

El zorro se detuvo al borde y se volvió. Parecía que los estaba esperando.

— ¡Hay personas!

Al fondo del pozo yacía una moto de nieve volcada y tres personas —dos hombres y una mujer—. Movían las manos y gritaban pidiendo ayuda.

Al parecer, los turistas habían caído en aquel sumidero kárstico más temprano esa mañana y no podían salir.

— ¡Están vivos… están vivos! — gritó el cazador, tomando su radio.

El zorro seguía de pie al borde, moviendo las orejas con nerviosismo, como si entendiera lo que estaba pasando.

Media hora después llegaron los rescatistas. Usando cuerdas, descendieron y sacaron a los heridos uno por uno.
Los turistas sufrían una fuerte hipotermia, pero habían sobrevivido milagrosamente.

Cuando sacaron al último de los heridos, los cazadores se dieron la vuelta — el zorro había desaparecido. Solo quedaban sus huellas, marcadas en la nieve, regresando hacia el bosque.

— Ella los salvó —dijo uno de los cazadores en voz baja.

El otro asintió:

— Y nosotros la estábamos cazando.