El viudo notó que todas las flores que dejaba en la tumba de su esposa desaparecían: decidió colocar una cámara para descubrir la verdad… y quedó horrorizado con lo que vio.

El viudo notó que todas las flores que dejaba en la tumba de su esposa desaparecían: decidió colocar una cámara para descubrir la verdad… y quedó horrorizado con lo que vio.

Ya habían pasado seis meses desde que el viudo perdió a su esposa. Su vida ya no tenía sentido. Cada mañana despertaba en un apartamento vacío donde todo le recordaba a ella: su taza en la cocina, su bufanda en el perchero, su perfume, cuyo aroma aún flotaba en el aire.

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Pero el ritual más importante se convirtió en los domingos. Cada semana iba al cementerio y llevaba rosas rojas, las mismas que ella había adorado en vida. Las colocaba en la tumba y se sentaba allí por mucho tiempo, como si le hablara.

Sin embargo, durante tres semanas seguidas notó algo extraño: las flores que llevaba para su esposa desaparecían. No marchitas, no tiradas — simplemente, desaparecían.

Desesperado, acudió al guardia del cementerio:

— Dígame, ¿no ha visto quién se lleva las flores de esta tumba?

El anciano se encogió de hombros:

— No he visto a nadie. Y no es asunto mío. Si quiere saber, tendrá que averiguarlo usted mismo.

En la pantalla apareció una niña pequeña, de unos ocho años. Se acercó a la tumba, tomó el ramo y salió corriendo rápidamente. Pero adónde iba y por qué, la cámara no lo mostraba.

El hombre vio la grabación una y otra vez, tratando de encontrar una respuesta, pero no podía entenderlo. ¿Por qué tomaría una niña las flores de otra persona?

Eso lo atormentó toda la semana.

Y entonces, el siguiente domingo, volvió con otro ramo. De repente, la vio: la misma niña. Estaba junto a una tumba vecina, sosteniendo en sus manos rosas viejas y marchitas. El viudo se acercó con cuidado:

— Pequeña… ¿eres tú quien toma las flores de esta tumba?

La niña se asustó, quiso salir corriendo, pero él la detuvo con suavidad.

— No tengas miedo, no estoy enojado. Solo dime… ¿por qué?

La niña bajó la cabeza y susurró:

— Mi hermanito está aquí. Murió en la primavera. Mamá no puede comprar flores. Pero no quiero que esté aquí solo… Pensé que a la señora de la tumba bonita no le importaría si tomaba sus flores.

El corazón del viudo se encogió. Guardó silencio durante un largo rato, sin saber qué decir.

La siguiente vez llevó dos ramos. Uno para su esposa. Y otro para el niño. Y cuando la niña lo vio, sus ojos se iluminaron de alegría.

— Gracias, señor —dijo, apretando las flores contra su pecho—. Ahora él nunca estará solo de nuevo.