En una gris tarde de jueves, la lluvia caía sobre la ciudad sin detenerse, una cortina implacable de agua que parecía decidida a ahogar al mundo. Yo estaba en mi pequeña cocina, removiendo una olla de estofado que hervía con fuerza; el aroma cálido del maíz y el cerdo llenaba el aire. Sonreí, pensando en la cena reconfortante que nos esperaba. Mi hija, Valerie, me había prometido pasar si su esposo, Richard, no tenía que trabajar hasta tarde. Siempre anhelaba esos momentos en los que podíamos sentarnos y hablar como antes, cuando ella era una niña que se aferraba a mi costado pidiendo una historia más.
La vieja radio en el estante de la cocina transmitía las noticias con su zumbido constante y familiar. De pronto, el teléfono vibró. En la pantalla apareció un número desconocido del Hospital St. Phillip’s. Mi corazón dio un salto. Respondí, y al otro lado se escuchó la voz nerviosa de una joven.
—¿La señora Elizabeth Miller? Su hija, Valerie Miller, acaba de ser llevada a urgencias. Debería venir de inmediato.
Me quedé helada. El cuchillo que sostenía cayó de mi mano, golpeando la mesa de madera con un sonido seco y final.
—¿Urgencias? ¿Qué le pasó a mi hija? —pregunté, con la voz quebrada.
La respuesta llegó breve, distante.
—Se cayó por las escaleras de su casa.
Sin pensarlo, apagué la estufa y dejé el estofado a su suerte. Tomé el viejo abrigo colgado tras la puerta; mis manos temblaban tanto que apenas podía sostener las llaves del coche. El trayecto de quince minutos al hospital se sintió como una eternidad. La lluvia golpeaba el parabrisas, difuminando el mundo en un infierno de carreteras resbaladizas y sirenas que solo sonaban dentro de mi cabeza. Cuando llegué, empapada y sin aliento, el viejo guardia de la entrada me reconoció enseguida.
—Señora Elizabeth, entre rápido —dijo, conduciéndome por el pasillo de urgencias.
El olor a alcohol y desinfectante era tan fuerte que me mareaba. Una camilla pasó frente a mí y solté un grito al ver a Valerie acostada allí. Su largo cabello negro estaba enmarañado, manchado de sangre. Su rostro, pálido, sin vida.
—¡Valerie! —grité, corriendo hacia ella, pero una enfermera me detuvo.
—No puede entrar. La están llevando a cirugía.
Me quedé frente a las pesadas puertas, con las piernas a punto de ceder, sintiendo que el corazón se me rompía en mil pedazos. Mi hija, la niña que había sostenido en mis brazos desde que nació, estaba ahora entre la vida y la muerte.
Horas después, una enfermera joven finalmente pronunció mi nombre.
—La señorita Valerie ha despertado, pero sigue muy débil. Puede verla un momento.
En cuidados intensivos, Valerie yacía inmóvil, una figura frágil rodeada de tubos y cables. La luz fluorescente caía sobre su rostro pálido, sus labios secos y agrietados, los moretones oscuros que se extendían por su cuello como una sombra. Al verla así, sentí que mi alma se rompía.
Le tomé la mano fría y susurré:
—Valerie, soy yo… mamá.
Sus párpados temblaron antes de abrirse lentamente. Sus ojos cansados brillaron al verme.
—Mamá… —murmuró con una voz débil, casi evaporada en el aire. Me apretó la mano con suavidad, sus dedos fríos me hicieron estremecer.
—Mamá… él me engañó —susurró, la voz ahogada, como si temiera que alguien la oyera.
—¿Quién, cariño? —pregunté, aunque el miedo ya me enroscaba el estómago.
Sus labios resecos se apretaron, y una sola lágrima le corrió por la mejilla.
—Richard. Con Chloe… su cuñada. En mi propia habitación.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Richard, el hombre que consideraba un hijo, al que había confiado lo más valioso de mi vida. Chloe, su cuñada, a quien conocía de las cenas familiares, siempre sonriente, siempre amable con mi hija.
Valerie siguió hablando, cada palabra como un puñal directo al pecho.
—Cuando me vieron… él me empujó. Caí por las escaleras. Lo último que recuerdo fue su risa antes de que todo se apagara.
Mi mente giraba sin control. La empujó. Rió. No podía creer lo que escuchaba. Una rabia ardiente subió dentro de mí, pero la contuve por ella. Una enfermera entró y me pidió que la dejara descansar. Antes de salir, Valerie reunió fuerzas para decir una última frase, con la voz débil pero cargada de un terror puro:
—Mamá… dijeron que le dirán a la policía que me caí sola.
La miré. Sus ojos suplicaban, llenos de miedo. Puse mi mano sobre su frente y le susurré una promesa nacida del fondo de mi alma:
—Mamá te conseguirá justicia.
Y así comenzó todo.






