Se dice a menudo que los animales se vuelven más queridos para nosotros que muchas personas. Su amor es puro, desinteresado; nos aceptan tal como somos. Por eso, despedirse de ellos es la prueba más dura para un ser humano.

El hombre estaba sentado en la consulta del veterinario y no podía creer que este día hubiera llegado. Frente a él yacía su perro, su fiel amigo, con quien había compartido todas las etapas de la vida. El perro había estado presente en los momentos de alegría y en las horas de desesperación, como si intuyera todo lo que sucedía en el alma de su dueño.
Y ahora los veterinarios no daban esperanzas, diciéndolo en voz baja: que el tratamiento era imposible, que el animal sufría y que la única salida era acabar con su dolor. Para el hombre, sonaba como una sentencia no solo para el perro, sino para él mismo.
Pidió unos minutos antes del procedimiento.
Sentándose a su lado, abrazó a su amigo y, incapaz de contener las lágrimas, susurró:
— Perdóname, amigo. Perdóname por no haberte dado la vida que merecías. Te quiero. Perdóname… no sé cómo seguir viviendo. Me duele tanto. No quiero que te vayas.
El perro, como entendiendo cada palabra, apoyó sus patas en los hombros de su dueño y se acercó a él. El hombre lo abrazó con fuerza y comenzó a llorar desconsoladamente.

El perro abrió los ojos, que hacía tiempo estaban apagados por la enfermedad, y miró a su dueño con una mirada clara y vivaz. Gimió suavemente, como queriendo reconfortarlo, e incluso se puso de pie sobre sus patas, lamiendo el rostro del hombre.
Los veterinarios se miraron entre sí asombrados: las lecturas habían mejorado, su respiración se volvió más regular. Parecía como si la fuerza hubiera regresado.
El hombre, desesperado, lo abrazó aún más fuerte:
—Dios mío, ¿podría ser esto una señal? ¿Podría vivir? ¿Podría haberse retirado la enfermedad?

Pero los médicos sabían que este fenómeno suele ocurrir justo antes del final. A veces, poco antes de la muerte, se produce una mejora repentina, como si la energía regresara.
Los veterinarios decidieron posponer la eutanasia por el momento.
Esa misma noche, el hombre no se apartó del lado de su mascota, y el perro se recostó junto a él, apoyando la cabeza en sus piernas. Su respiración se volvió tranquila y constante, como si finalmente hubiera encontrado la paz.
Y en silencio, sin dolor, falleció — por sí mismo, sin esperar la inyección.
El perro murió de forma natural, para que su dueño no tuviera que cargar con la culpa por el resto de su vida.






