Durante ocho años viví para mi marido, confinado a una silla de ruedas. Cuando finalmente empezó a caminar — inmediatamente pidió el divorcio.
Durante ocho años cuidé de mi marido, que quedó paralizado tras un accidente. Lo lavaba, lo alimentaba, lo ayudaba a levantarse de la cama y cada noche le susurraba: «Lo lograremos, te lo prometo.»
Trabajaba en dos empleos, criaba a los niños y vivía solo para él. Luego ocurrió un milagro — movió los dedos de los pies. Meses de terapia, lágrimas de alegría, los primeros pasos después de ocho años en silla de ruedas. Pensé — hemos vencido al destino.
Una semana después me entregó un sobre.
— Necesito vivir para mí, — dijo fríamente. — Quiero libertad.
No entendí de inmediato — eran papeles de divorcio.
— ¿Después de todo lo que hice? — susurré.
Me miró directamente a los ojos:
— No te pedí que te quedaras. Ya no eres la mujer con la que me casé. Estás cansada. Has envejecido. Ella — no.
— ¿Ella? —
— Sí. Ella me ve como un hombre, no como un inválido.
El mundo se volvió borroso ante mis ojos.
— ¿Cuánto tiempo lleva esto, David? —

El mundo se volvió borroso ante mis ojos.
— ¿Cuánto tiempo lleva esto, David? — susurré.
Me miró directamente, sin un ápice de arrepentimiento.
— Desde el principio, — dijo fríamente. — Esa noche fui a verla. No a una reunión con un cliente.

Esas palabras me atravesaron más que cualquier cuchillo. Todo en lo que creía era una mentira. Durante ocho años viví, cuidé, alimenté, lavé y amé a un hombre que ya pertenecía a otra.
Estaba frente a él, sintiendo cómo algo moría dentro de mí.
— Entonces todo este dolor, todos estos años — ¿por ella? —
Se encogió de hombros.
— Siempre estuvo ahí. Solo esperaba a que me pusiera de pie nuevamente.

En ese momento dejé de llorar por primera vez.
Como si algo dentro de mí se hubiera apagado.
Ya no sentía ni amor ni odio — solo una fría y silenciosa conciencia del final.
— Está bien, David, — dije con calma. — Que ahora ella se ocupe de ti, cuando el destino decida ponerte a prueba nuevamente.






