Durante el funeral de su hijo, la madre tomó un hacha y golpeó varias veces la tapa del ataúd: cuando la madera se rompió, la gente vio algo horrorizante.

—No voy a ir al funeral, ese no es mi hijo.

—Mamá, ¿qué estás diciendo? Es el funeral de tu hijo, de mi esposo… ¿cómo puedes no ir?

—No lo entiendes, mi hijo no está en ese ataúd, están mintiendo, están ocultando algo.

—Mamá, pero viste los documentos. Explicaron que su rostro quedó irreconocible por el accidente, pero la prueba de ADN confirmó que era él.

—Ese no es mi hijo, lo siento en el corazón.

—Solo estás de luto, no quieres aceptar que ya no está con nosotros.

—Mi hijo está vivo. Deja de hablar de él en pasado.

A pesar de todas las súplicas, la madre se mantuvo firme. Sin embargo, después de unas horas, aceptó asistir al funeral. Se negó a vestir de negro y se puso un abrigo azul. En sus manos llevaba una bolsa negra y gruesa de la que no se separó ni un instante. La nuera no dijo nada más: lo importante era que la suegra aceptara venir.

El clima aquel día era sombrío, las nubes colgaban bajas sobre el cementerio. Cuando comenzó la ceremonia y empezaron a clavar la tapa del ataúd, la madre de pronto dio un paso al frente. Su rostro estaba pálido. Dejó la bolsa en el suelo, tomó el hacha y, antes de que nadie pudiera reaccionar, la levantó y golpeó la tapa del ataúd con todas sus fuerzas.

Se escuchó un crujido, las tablas se astillaron. Un golpe, otro más… y el ataúd se partió casi por la mitad.

…Un instante de silencio absoluto. La gente quedó inmóvil, algunos se taparon la boca con las manos, otros retrocedieron instintivamente. El sacerdote bajó la mirada, como deseando desaparecer. Los presentes estaban paralizados, hasta que un grito rompió el aire:

—¡Allí… está vacío!

Cundió el pánico. Varios hombres corrieron hacia los sepultureros con preguntas, alguien llamó a la policía. La nuera, pálida, dejó caer su bolso. La madre, respirando con dificultad, permanecía de pie sobre el ataúd destrozado, aferrando el hacha con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

—Se los dije —dijo en voz baja pero clara—, mi hijo no está aquí.

En ese momento, un hombre delgado con uniforme de guardia del cementerio se abrió paso entre la multitud. Dudó, pero luego reunió valor:

—El cuerpo… fue sacado. De noche. Vinieron dos personas… mostraron documentos… dijeron que lo trasladaban a la morgue de otra ciudad para una reexaminación. Yo… yo no sabía que era esto…

Esas palabras atravesaron a todos como un viento helado. ¿A dónde habían llevado el cuerpo? ¿Quiénes eran esas personas?

La policía llegó rápidamente y comenzaron los interrogatorios a los testigos. Pero lo peor se reveló un poco después: en el registro de la morgue no había constancia del traslado.

En lugar del nombre del hijo, aparecía: “disposición—error en los documentos”. Eso significaba que alguien había borrado deliberadamente todo rastro de su existencia después de la muerte… o había fingido la muerte misma.

La madre se sentó en un banco, sosteniendo en sus manos un pedazo de la tapa del ataúd. En sus ojos no había desesperación, sino determinación. Ella lo sabía: si él seguía vivo, lo encontraría. Y si estaba muerto, encontraría a quienes le negaron incluso la paz en la tumba.