Acababa de cumplir dieciocho años, y en el orfanato me dijeron: «Ya eres adulto, arréglatelas solo». Los bolsillos vacíos, nadie a mi lado. Caminé sin rumbo hasta toparme con una casa abandonada en las afueras.
Era fría y medio destruida, pero para mí era un lujo — al menos una protección contra la calle. Tiré mi mochila sobre un viejo colchón y casi enseguida me quedé dormido, pensando que al menos ahora tenía un lugar donde refugiarme.

Mi primer pensamiento fue salir corriendo de aquella casa y no volver nunca más. El corazón me latía con fuerza, las manos me temblaban. Pero me detuve. Decidí: basta de miedo. Tenía que entender qué era ese ruido y de dónde venía.
Me acerqué lentamente a la habitación de al lado y miré dentro. Allí, en el suelo, abrazados el uno al otro, estaban sentados una mujer y un niño. Sus rostros estaban asustados, los ojos muy abiertos por el terror.

— No tengan miedo — dije en voz baja. — Solo quería encontrar un lugar donde pasar la noche.
Y resultó que ellos también buscaban refugio para la noche. Huían del marido, de la violencia, del miedo.

Los miré y de repente comprendí: hay otros, aún más indefensos. Y quizás ahora me tocaba a mí — no solo temer por mí mismo, sino protegerlos.
La casa ya no me pareció vacía. Se había convertido en un lugar donde el miedo y la soledad se encuentran con la esperanza.






