Cada mañana alimentaba a un niño solitario — en secreto, para que la dirección no se enterara։ Pero un día no vino

Cada mañana colocaba las tazas, limpiaba las mesas y fingía que todo estaba bien. El mundo a mi alrededor parecía atrapado en un bucle — los mismos rostros, el olor a café, el sonido de la campanilla sobre la puerta.

Un día vi al niño. Pequeño, de unos diez años, con una mochila que parecía más pesada que él. Siempre llegaba exactamente a las 7:15, se sentaba en el rincón más alejado y pedía solo un vaso de agua.

El decimoquinto día puse delante de él un plato de panqueques.
— Los hicimos de más por error, — dije fingiendo que era solo una equivocación.
Me miró durante un rato, luego dijo en voz baja:
— Gracias.

Desde entonces, le llevaba el desayuno cada día. Nunca contó quién era ni por qué estaba solo, sin padres. El niño simplemente comía y siempre daba las gracias.

Y luego, un día, no vino. Esperé, mirando hacia la puerta, hasta que escuché el sonido de motores afuera. Cuatro todoterrenos negros se detuvieron frente a la entrada. Hombres con uniforme entraron y, en silencio, me entregaron una carta.

Cuando leí las primeras palabras, el plato se me cayó de las manos. En el café reinó un silencio mortal.

Continuación en el primer comentario…

Aún recuerdo aquel día. 9:17 de la mañana. El aire afuera parecía haberse espesado — cuatro todoterrenos negros se detuvieron frente a la entrada. Hombres con uniforme entraron al salón, paso a paso, como si llevaran no solo papeles, sino el destino de alguien.

Uno de ellos se acercó a mí, se quitó la gorra y dijo que buscaba a la mujer que alimentaba al niño cada mañana. Se me secó la boca. «Soy yo», respondí.

Sacó una carta doblada. Su voz temblaba apenas perceptiblemente.
El niño se llamaba Adam. Su padre era soldado. Murió en servicio.
Antes de morir escribió: «Den las gracias a la mujer del café que alimentaba a mi hijo. Ella le dio lo que el mundo le había quitado — la sensación de que aún alguien se acordaba de él.»

Supermercados

Cuando terminé de leer la carta, mis manos temblaban traidoramente. Todo a mi alrededor se detuvo — incluso las cucharas dejaron de tintinear. Los soldados saludaron. Y yo simplemente me quedé allí, incapaz de pronunciar una palabra.

Durante mucho tiempo no pude recuperarme de aquel día. Leía la carta una y otra vez, como si temiera que las letras desaparecieran si la soltaba. A veces me parecía que él volvería — con la misma mochila, con la misma sonrisa tímida.

Semanas después recibí otra carta. Del mismo oficial. Dentro — una nota corta y una fotografía: el niño, el mismo, sentado en la hierba junto a un hombre con uniforme.

Resultó que había sido adoptado por un amigo de su padre — un soldado al que éste una vez le había salvado la vida.
«Ahora tiene un hogar. Y a menudo recuerda a la mujer que lo alimentaba cada mañana», — decía al final.