AL VER A SU MARIDO CON OTRA MUJER, VANESSA NO MONTÓ UNA ESCENA: LE DIO UN REGALO QUE NUNCA ESPERÓ.
Vanessa bajó lentamente su taza de café; sus dedos temblaban ligeramente. Los anillos en su mano, regalos de su marido durante veinte años de matrimonio, pesaban más que nunca.
A través del ventanal panorámico del Bellagio, las luces de la ciudad al atardecer centelleaban, pero ella apenas las notó.
Su atención se centró en una mesa en el extremo opuesto del restaurante.
“Qué coincidencia”, susurró, observando cómo Isabelle acariciaba suavemente la mano de una joven morena.
“Qué coincidencia tan asombrosa…”.
Le había pedido a Isabelle innumerables veces que la llevara a ese mismo restaurante.
Pero cada vez, había excusas: “Estoy cansada”, “Otra vez”, “Una reunión importante”.
Finalmente, dejó de pedírselo.
Y ahora, allí estaba él. Relajado. Reclinado en su silla. Riendo, como si hubiera retrocedido quince años.
Un camarero se acercó a su mesa.
“¿Desea algo más?”
Vanessa levantó la vista, con voz tranquila pero cortante.
“Sí. Tráigame la cuenta de esa mesa. Quiero hacerle un regalo.”
“¿Perdón?”
“El hombre del blazer burdeos, mi esposo. Me gustaría pagarles la cena. Pero, por favor, no se lo diga.”
El camarero dudó, pero asintió.
Vanessa sacó la misma tarjeta de crédito que Isabelle le había regalado en su último cumpleaños, la que le había dicho que “gastara en sí misma”.
Bueno, técnicamente, lo estaba haciendo.
Estaba gastando en su futuro.
Después de pagar la cuenta, se levantó y pasó junto a la mesa de Isabelle, deteniéndose un instante.
Él estaba tan absorto en su conversación que ni siquiera notó su silueta.
O quizás, simplemente no quería hacerlo.
Vanessa sonrió con suficiencia. ¿Cuántas veces había estado ciega, negándose a ver lo que tenía justo delante?
Al salir a la calle, respiró hondo el fresco aire de la tarde.
Un pensamiento resonó en su mente:
“Bueno, Isabelle, ya elegiste. Ahora me toca a mí”.
En casa, Vanessa se quitó los zapatos y fue directa a su estudio.
Curiosamente, ya no le temblaban las manos.
En cambio, sentía una calma inquebrantable, como si, tras años de enfermedad, la fiebre finalmente hubiera bajado.
Se sentó en su escritorio, abrió su portátil y creó una nueva carpeta:
“Nueva vida”.
Algo le decía que las próximas semanas estarían llenas de acontecimientos.
Sacó una vieja caja de documentos, la que Isabelle nunca se había molestado en abrir.
“Siempre es bueno ser meticulosa”, murmuró, hojeando los papeles.
Los documentos de la casa estaban exactamente donde los había dejado hacía cinco años. Su pequeña fortaleza, comprada con el dinero de la venta del apartamento de su abuela.
Por aquel entonces, Isabelle estaba empezando su negocio y no dejaba de repetir:
“Vaness, todos nuestros fondos deben destinarse a que crezca. Te lo compensaré más tarde”.
Ella lo había entendido.
Siempre lo había entendido.
Por eso la casa estaba a su nombre. Por si acaso.
¿Y Isabelle?
Ni siquiera le había preguntado por el papeleo, confiando plenamente en que ella se encargaría de “eso”.
Después, las cuentas bancarias.
Vanessa se conectó y revisó metódicamente cada transacción.
Gracias a su costumbre de registrar cada detalle financiero, sabía exactamente qué cantidades eran solo suyas.
Su teléfono vibró.
Un mensaje de Isabelle.
“Llego tarde a una reunión importante. No esperes a cenar”.
Vanessa sonrió.
“Una reunión importante… Sí, cariño, vi lo importante que era”.
Abrió sus contactos y llamó a Maddy Steward, la abogada de la familia. O mejor dicho, ahora su abogada.
“Buenas noches, Maddy Steward. Necesito una consulta. ¿Te viene bien mañana a las diez? Excelente. Y nos vemos en el café ‘Sw@llow’ en lugar de en tu oficina. Esto es… delicado”.
Después de la llamada, Vanessa se acercó a la ventana.
La ciudad brillaba en la oscuridad, igual que en el restaurante.
Pero ahora, las luces se sentían menos románticas.
Parecían el preludio de un cambio.
Grandes cambios.
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