Una anciana entró en un supermercado con su pequeño oso para comprar víveres: cuando la policía intentó sacar a la mujer y al animal del lugar público, el oso hizo algo totalmente inesperado.

Después de la muerte de su esposo, la mujer sintió que su vida había terminado. Ya no le quedaba nadie por quien vivir, nadie por quien levantarse cada mañana. Vivía tranquila y sola en una pequeña casa en las afueras del pueblo.

Una mañana, al salir al porche, notó algo oscuro moviéndose junto a la puerta. Cuando se acercó, vio un pequeño oso —sucio, flaco y con una pata herida. Gimoteaba suavemente, temblando de frío y miedo.

La mujer no pudo simplemente pasar de largo. Levantó a la pequeña criatura en sus brazos, la abrazó con fuerza y le susurró:
—No tengas miedo, ahora todo estará bien.

La abuela lo cuidó hasta que se recuperó, lo alimentó de un cuenco, lo arropó con una manta y le hablaba como si fuera humano.

Pasaron los años. El pequeño oso creció hasta convertirse en un gran oso pardo.
El oso vivía en la casa, dormía sobre una vieja alfombra junto a la chimenea, comía gachas y miel, obedecía a su dueña y nunca hacía nada malo.

La mujer lo llevaba casi a todas partes —no podía dejarlo solo en casa porque se aburría, pero afuera era feliz. Los aldeanos hacía tiempo que se habían acostumbrado a aquella extraña pareja.

Una mañana, la mujer decidió ir al supermercado con su pequeño oso para comprar algo de comida. Al entrar, los clientes y empleados corrieron a los rincones por miedo, y los guardias de seguridad ni se atrevieron a acercarse.

Con calma, la abuela tomó un carrito de compras y recorrió los pasillos como si nada hubiera pasado, mientras el pequeño oso caminaba cuidadosamente a su lado, sin derribar ni una sola lata.

Para todos los demás, la escena parecía sacada de una película, pero para la mujer era un día normal —simplemente estaba comprando con su mascota. Uno de los clientes, incapaz de soportarlo más, llamó a la policía.

Unos minutos después, un oficial entró en la tienda. Se acercó con cautela y dijo:
—Señora, está alterando el orden público. No se permite traer animales salvajes al establecimiento.

—Mi pequeño oso es una mascota —respondió ella con calma—. Se porta mejor que muchos clientes y no tumba las estanterías de galletas.

—Entiendo, señora, pero las reglas son las reglas. Los animales no pueden estar aquí.

—Pero él no es un animal —dijo ella—. Es como un hijo para mí. Solo que un poco más peludo.

El oficial se paró frente a ella, tratando de hablar con calma pero con firmeza. Mientras tanto, el pequeño oso, con ojos inteligentes, se sentó tranquilamente en el suelo, observando atentamente a su dueña.

—Señora, si no abandona el local, tendré que arrestarla —dijo, sacando las esposas.

De repente, la mujer gritó:
—¡No me toque! ¡No he hecho nada!

En ese momento, el pequeño oso, que había estado sentado tranquilamente a los pies de su dueña, de repente se tensó. Su respiración se volvió pesada, sus ojos brillaron y se levantó sobre sus patas traseras.

—Pequeño oso, tranquilo… —susurró la mujer.

Pero ya era demasiado tarde. El pequeño oso emitió un profundo gruñido, lanzó su pata y, con un solo golpe poderoso, derribó al oficial al suelo. Las esposas volaron de su mano y cayeron haciendo ruido sobre los azulejos.

Los clientes gritaban, algunos corrieron afuera, mientras la mujer permanecía paralizada, con las manos sobre el rostro.

—Pequeño oso… ¿qué has hecho…? —susurró.

Unos minutos después, llegaron más oficiales. El pequeño oso fue sedado y llevado, a pesar de las desesperadas súplicas de la anciana. Ella lloraba, aferrándose a los brazos de los oficiales, repitiendo una y otra vez:

—¡Por favor, no se lo lleven! ¡Solo quería protegerme! ¡Es como un hijo para mí, ¿entienden?! ¡Como un hijo!

Pero nadie la escuchó.