La anciana, pequeña y encorvada, llegaba todos los días a la misma carnicería. Llevaba un abrigo viejo y arrastraba un carrito de compras desgastado, con ruedas que chirriaban.
— Como siempre… cuarenta kilos de carne de res —dijo en voz baja, entregando unos billetes cuidadosamente doblados.
El carnicero —un hombre joven— se sorprendía cada vez. ¡Cuarenta kilos! Casi media res. Al principio pensó que quizá tenía una familia muy grande a la que alimentar. Pero semana tras semana, seguía ocurriendo.
La mujer apenas hablaba, nunca miraba a nadie a los ojos, solo recogía sus bolsas y se marchaba. Tenía un olor extraño y penetrante: una mezcla de hierro, carne en descomposición y algo más que el carnicero no lograba identificar.
Los rumores se propagaron rápidamente por el mercado. Los vendedores murmuraban:
— Dicen que alimenta a la familia de su hijo.
— O que tiene muchos perros.
— O tal vez dirige un restaurante secreto…
El carnicero no creía los chismes, pero cada día su curiosidad crecía más. Una tarde, decidió seguirla. Esperó a que ella saliera de la tienda y luego caminó tras ella, a cierta distancia.
La mujer avanzaba despacio pero con firmeza, arrastrando el pesado carrito lleno de carne por el camino nevado. Pasó el borde del pueblo, cruzó unas cocheras abandonadas y se dirigió hacia una fábrica vieja —la que llevaba diez años vacía.
El carnicero se detuvo. Ella entró y desapareció con las bolsas.
Veinte minutos después, la anciana salió de nuevo —con las manos vacías. Ni rastro de la carne.

Al día siguiente, ocurrió lo mismo. Y el tercero también. El carnicero ya no pudo contenerse. Esperó a que ella entrara y, esta vez, la siguió en silencio.
Detrás de unas grandes jaulas había cuatro leones enormes. Sus ojos brillaban bajo la tenue luz de una lámpara colgante. En el suelo había huesos y trozos frescos de carne de res.
Y en la esquina, sentada en un viejo sillón, estaba la misma anciana, susurrando con ternura:
— Tranquilos, mis amores… pronto tendrán su pelea… la gente vendrá a verlos…
El carnicero dio un paso atrás, horrorizado, pero de pronto uno de los leones rugió. El sonido retumbó por todo el salón vacío. La mujer giró la cabeza… y lo vio.

— ¿¡Qué haces aquí!? — siseó ella.
El hombre salió corriendo y llamó a la policía de inmediato.
Cuando los agentes llegaron, se quedaron paralizados: la anciana resultó ser una ex zoóloga. Después de que el zoológico local cerrara, se había llevado a varios animales “para salvarlos”, pero pronto descubrió que podía ganar dinero con ellos.
En la parte trasera de la fábrica, la policía encontró una arena y marcas de garras en las paredes. La mujer había estado organizando peleas ilegales de leones, a las que asistían en secreto espectadores adinerados.






