Estábamos solos en casa, solo mi suegro y yo. Mi esposo se había ido a trabajar y yo estaba ocupada con mis tareas domésticas habituales. De repente, sentí una mano pesada sobre mi hombro.

Me quedé de pie en el baño, abriendo la bolsa de plástico con las manos temblorosas. Dentro había un objeto de metal pesado. No era joyería, ni dinero. Era un arma.
— Oh Dios mío… — las palabras se me escaparon de los labios. — ¿Es esto… de su hijo?
Él asintió, con los ojos llenos de preocupación.
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— Sí. Y eso ni siquiera es lo peor.
Lo miré fijamente.
— ¡Explícate! ¿Por qué tiene un arma? ¿Qué significa todo esto?
Suspiró profundamente y se sentó al borde de la bañera como si toda su fuerza lo hubiese abandonado.
— Tiene deudas. Grandes deudas. Hace tiempo que noté que nos ocultaba sus problemas. Y hace un mes vino a verme un hombre… un desconocido. Me dijo sin rodeos: “Si su hijo no cumple la tarea, su familia pagará. Todos: su esposa, sus padres, sus hijos. Nadie vivirá en paz.”
Sentí un frío en el pecho.
— ¿Qué tarea?
Mi suegro bajó la cabeza lentamente.
— Se suponía que tenía que hacer un trabajo para esas personas. Algo muy serio. Tan serio que es mejor que no conozcas los detalles. Y si se niega — destruirán todo lo que él ama.
Me desplomé en el suelo.

— ¿Dónde está tu marido? — preguntó una voz ronca detrás de mí. Me giré. Allí estaba mi suegro. Su rostro estaba pálido, las manos le temblaban.
— En el trabajo — respondí nerviosa. — ¿Qué ha pasado?
— Ve al baño, rápido. Encontré algo allí… Creo que le pertenece a tu marido. Mi corazón se hundió.
— ¿Me está… engañando? — susurré.
— No. Pero será mejor que lo veas tú misma. Entré al baño y me quedé paralizada. La pared cerca del lavabo estaba rota. En el suelo yacían trozos de azulejo y cemento, y entre el polvo había una bolsa de plástico transparente. Mi suegro la señaló en silencio. Me agaché, la recogí con cuidado y la abrí.

— Pero ¿cómo supiste que estaba aquí, escondido en la pared? — susurré.
Él alzó hacia mí su mirada cansada.
— Porque ellos me lo dijeron. Esas personas. Sabían cada detalle. Dónde guardaba el arma, dónde escondía el dinero, incluso a qué hora ibas tú a la tienda. Me lo mostraron a propósito, para que entendiera: nada puede esconderse de ellos.
El silencio llenó la habitación. Sentí que el mundo a mi alrededor se derrumbaba.
— ¿Y ahora? — pregunté, apenas moviendo los labios.
Mi suegro apretó los puños.
— Ahora tenemos dos opciones. O nos quedamos callados y lo dejamos seguir adelante… o encontramos una salida nosotros mismos. Pero recuerda: si sospechan aunque sea lo más mínimo, será el fin de todos nosotros.






