Durante meses, había sentido que mi esposo había cambiado. Llegaba a casa cada vez más tarde, siempre con la excusa de interminables viajes de negocios. En casa, era como si viviera en una realidad paralela: cerca físicamente, pero distante al mismo tiempo. Acabábamos de enterarnos de que esperábamos un hijo, y yo tenía la esperanza de que eso nos acercara. Pero cuanto más lo intentaba, más se alejaba él.

Una noche, mi esposo llegó a casa muy tarde. Sin decir una palabra, se dio una ducha rápida y casi de inmediato se fue a dormir. Yo me recosté a su lado, completamente despierta, cuando de repente lo vi girar sobre su estómago. Y allí, en la base de su cuello, noté un nuevo tatuaje. Un código de barras. Líneas negras grabadas en su piel.
Me quedé helada. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se despertaría. ¿Por qué se había hecho un tatuaje, y por qué no me lo había contado? ¿Qué significaba?
Me quedé mirando esas rayas negras impresas en su piel, incapaz de creer que este fuera realmente mi esposo. Su respiración era tranquila, sus ojos permanecían cerrados, su rostro sereno… pero ahora lo sabía: me estaba ocultando un secreto terrible.

Un sitio web oculto se abrió ante mí, con un logo siniestro y las palabras: “Propiedad del clan.”
Casi dejé caer el teléfono. ¿Qué clan? ¿Qué propiedad?
A la mañana siguiente, ya no pude contenerme. Cuando él despertó, me senté a su lado en silencio, aferrando su camisa entre mis manos. De inmediato entendió que yo lo sabía. Durante unos segundos me miró, y en sus ojos apareció algo que jamás había visto antes: miedo.
— Debí habértelo contado —murmuró con voz apagada—. Pero sabía que te perdería.
Lo escuché sin interrumpir.
Resultó que todo había comenzado hacía unos meses. Exactamente cuando le dije que esperaba un bebé. Tuvo miedo de que un trabajo normal no bastara para mantenernos.
Entonces, un viejo conocido le ofreció dinero fácil: “trabajitos” para gente de la que era mejor no preguntar nada.
Al principio eran encargos pequeños: entregas, reuniones, llevar paquetes. Pero un día le dieron una elección: o se convertía en “uno de ellos”… o desaparecía.
El tatuaje no era solo un adorno. Era una marca. Una señal de que ahora pertenecía a la banda. El código de barras —su símbolo: cada línea, el precio que un hombre está dispuesto a pagar por su familia.

— Lo hice por ti —dijo, mirándome directo a los ojos, y pude ver lo difícil que le resultaba pronunciar esas palabras—. Por nosotros. Pero ahora no hay salida. Ellos no te dejan ir.
Se me cortó la respiración. Quise gritar, acusarlo, pero en ese instante dos sentimientos luchaban dentro de mí: horror y compasión.
Él, mi esposo, había vendido su libertad por desesperación… por el futuro de nuestra familia.
Y entonces lo comprendí: los dos estábamos atrapados.
Su marca también se había convertido en la mía.